35. Feliz navidad, Bonetti

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Me froto los ojos por quinta vez en un intento de convencerme a mí mismo de que quizá, por la noche, perdí gran capacidad de percepción, pues luego de varios minutos comienzo a ver el blanco techo de mi habitación como una verdadera pieza de arte, capaz de atraerme más que cualquier escenario que se encuentre fuera en eso que llaman vivir. Hace rato vi en mi celular que ya pasaban las nueve de la mañana, pero pese al horario, yo no alcancé a dormir una cantidad de tiempo prudente que me lleve a agradecer por un día más de vida. Al contrario.

Ni siquiera recuerdo cuándo cerré los ojos, solo presiento que no fue hace mucho y que las horas no alcanzan a superar un número mayor al tres. Apenas logro visualizar mi imagen borrosa frente a la pantalla y a Maximiliano y yo intentando ver dos películas en las que, además, no hicimos mucho más que hablar. No sé en qué momento me quedé dormido a los pies de la cama sin cambiarme siquiera de ropa.

Tenía demasiado sueño y en exceso cansancio. Y me dormí. Ahora me queda claro que me estoy convirtiendo en un vejete.

Me estiro exageradamente sobre el colchón, dejando salir otro prolongado bostezo con el que decido al fin levantarme. Me incorporo y me desplazo perezoso hacia el lado derecho de la cama para no pasarle por encima a Max, quien se encuentra durmiendo espaturrado en el duplex a mi izquierda. 

Me ducho raudo y me pongo ropa cómoda para bajar, porque sé que mi hermana ha de estar desesperada por abrir sus regalos y no quiero un insulto matutino. Ya está creciendo, y el hecho de que los obsequios no sean abiertos hasta que estamos todos reunidos a veces no resulta conveniente para alguien que valora el sueño o se demore una cantidad de tiempo inentendible para ella.

—¿Qué hora es? —pregunta mi amigo en medio de un bostezo, cuando salgo del baño peinándome el cabello con la mano.

—Las nueve y algo. Muévete, si no quieres que sea Ann quien te arrastre a las desgracias —le recuerdo, porque si no se levanta será mi hermana quien lo obligue a hacerlo como le sea posible. Y no quiero ser yo quien limpie el desastre de agua luego en la habitación.

—Cállate, déjame en paz —me reclama, arrastrando las palabras con fastidio.

Con esa misma expresión se levanta, y después de golpearme levemente la cabeza también se dirige al baño con pesadez, casi arrastrando los pies por la molestia que le genera lo que para él es madrugar.

Yo aprovecho que se ha levantado para arreglar ambas camas antes de abandonar la habitación con destino a la cocina, donde me sirvo un tazón con cereal mientras mi madre me informa que mis abuelos se han ido. Me causa extrañeza, pero no digo nada, solo me concentro en mi necesitado desayuno. Dejo la leche y la caja de hojuelas de maíz achocolatado sobre la mesa para que mi amigo se sirva y así lo hace cuando baja muy animado minutos más tarde, como si no hubiera estado de mal humor hace instantes. Incluso se bañó, cosa que me sorprende.

Arianna no ha despertado para cuando yo empiezo mi desayuno, por lo que nos da tiempo de comer tranquilos, pero luego de que termino, Max se apresura a tragar de su segundo tazón para ir a la sala a soportar los gritos emotivos de mi hermana, que aparece corriendo en pijama hacia el árbol sin darle importancia a nada más a su alrededor y apresurando al resto de los presentes.

—Ten cuidado, Ann —la reprende mi padre en vano. Eso no funciona cuando la niña está ilusonada.

Mi hermana se lanza al suelo y toma una caja mediana forrada con un papel decorativo color rosa que marca su nombre, rompe el envoltorio sin ningún cuidado y de allí extrae su propia consola de videojuegos que yo sugerí comprarle. Y con la sonrisa que me provoca la suya, asumo que puedo regodearme de que ha sido una buena elección cuando ella suelta su regalo para abrazarnos a todos, feliz y agradeciendo sin preferencias.

Canela ©Where stories live. Discover now