Capítulo 71 - Amenazas

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Capítulo 71

Augusto

"Amenazas"

Salgo de la oficina agotado, tras una larga reunión con Luciano Angelotti y otros accionistas. Han decidido por unanimidad terminar la relación comercial conmigo. Me mostraron los estatutos del acta y me señalaron lo mal que hago ver al bufete con mis declaraciones. Ahora yo les debo. Que irónico.

No era esa la manera de terminar con el circo que tenía en mente, por detalles en el desarrollo de los acontecimientos, estoy lejos de estar en buenos términos con mi antiguo equipo de trabajo.

Rechacé la oferta de las autoridades de tener protección policiaca. Eso complica mis andanzas en Bogotá. Ya es apenas soportable ver oficiales apostados en el patio de mi casa. El área del estacionamiento es un campo minado, y tengo que ver en diferentes direcciones antes de siquiera bajarme del ascensor. Yo me lo busqué. Quería libertad de acción y eso es lo que obtengo, el riesgo asociado a esa libertad. Me relajo al entrar en el vehículo pensando que superé la carrera, y con el frio metal de una pistola apuntando directo a mi cabeza, en pleno asiento del conductor, es que descubro que hay una persona adentro conmigo, con el rostro cubierto y las manos enguantadas.

-¡Quieto, mi señor!- Me advierte el sujeto, con un inconfundible acento local - ¡Una movida equivocada y se acaba el juego!

-¡Demonios! ¡Llévate el auto, es tuyo! – Lo insto, pensando que es un ladronzuelo vulgar.

-¡No vine por el auto! – Me explica pegando su máscara a mi cara. Su respiración supera la barrera de la tela y el calor de su humor es percibido por mí en el acto – Mi jefe quiere que sepas que esto no se va a quedar así.

-¡Mátame! – Le reto - ¡Acabemos con la tortura de una vez por todas! ¡MATAME! – Grito de nuevo.

El delincuente se ríe de mi desesperación. Él no vino a terminar con mi vida. Es un portavoz, un mensajero del Demonio.

-¡Calla y escucha, abogadito de pacotilla!- Me golpea con la cacha en la cabeza – La venganza es un plato que se come frio – Después de ilustrar los pensamientos de su macabro jefe, me vuelve a dar con el arma, esta vez con tal fuerza que pierdo el conocimiento.

Abro los ojos y las luces de una pequeña lámpara proyectada en mis pupilas me despabilan – Está reaccionando – confirma el paramédico.

-Tarde o temprano lo mataran – Dice Luciano Angelotti, parado a una segura distancia.

-Debemos hacer algo – expone el Lobo Feroz, Ricardo Arenas. Extrañamente esta angustiado.

-Lo estamos haciendo. Nos hacemos a un lado para que no nos salpique – Mi antiguo jefe es un porquería, tratando de no ofender a la porquería.

El gesto de Ricardo es de profundo asco. Valla, valla, esto no me lo esperaba. El lobo tiene corazón.

-¿Recuerda quien lo atacó?

-Tenía el rostro cubierto – Lo otro me lo reservo. Ciertas batallas tendrán que librarse uno a uno.

-No hay que ser un erudito para entender quien lo mandó y cuál era su mensaje – Angelotti sigue imperturbable, con las manos en los bolsillos y una glacial mirada al espectáculo que doy. Por su culpa estamos todos jodidos – reniega – Debiste cerrar la boca y actuar como sí nada, Augusto. Esto de meterse con un mafioso del gobierno no terminara nada bien.

>>Atiéndanlo rápido y que se largue de una vez – Se marcha del consultorio y quedo a solas con Ricardo.

-No estoy de acuerdo con lo que hiciste, fue una estupidez – Reconoce el lobo – Sin embargo somos colegas y no me gusta cómo te está tratando Angelotti - ¿Es idea mía o Ricardo se está pasando de bando?

-Para el viejo todos somos descartables – Comienzo a estabilizarme. Me levanto con lentitud, me duele la cabeza. Me toco y puedo sentir la protuberancia que causó el golpe.

-Existen códigos de ética. Hasta las manadas lo entienden – Esta versión solidaria de Ricardo me conviene - ¿Te llamo a un familiar para que venga por ti?

-No, por favor. Explicarle a mi padre o a mi hermano que me golpearon en el estacionamiento de mi antiguo lugar de trabajo, ni de vaina.

El lobo muestra los dientes. Sonríe. Su mirada picara se enciende al constatar que tengo la capacidad de bromear con mi dolor. Como animal de manada que es, me ofrece su mano amiga.

-Yo te llevo a tu casa, Augusto. No le contaremos a nadie que la estas pasando fatal. Ya no sé si estoy a gusto en un lugar donde los iguales se patean...

¿Yo soy igual a Ricardo Arenas? Irónico, sí lo soy. Es mi colega, y por extraño y loco que parezca, ahora es de los míos.

ENTRE LA ESPADA Y LA PAREDWhere stories live. Discover now