Capítulo 38: La llama de los dragones

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Pese a haber visto decenas de películas en las que sucedía, Mariano jamás en su vida había planeado montar un dragón. Incluso si estas criaturas no fuesen seres peligrosos y violentos, incluso si en lugar de fuego lanzaran arcoíris por el hocico, él nunca hubiera montado en uno de ellos.

Si lo hizo entonces fue obligado, poco más que maniatado. Prefería quedarse solo en la playa el resto de la tarde, el resto de su vida si fuera necesario. No quería nada con aquella criatura, mucho menos con volar sobre su lomo.

El chico se aferraba fuertemente con todo su cuerpo a la superficie escamosa y negra. Llevaba los ojos cerrados, ocultos entre sus manos y no planeaba alzar la cabeza por nada en absoluto.
«Vaya manera de morir —se repetía una y otra vez— Caerse de un dragón junto a un grupo de locos».

De estar Victoria ahí le habría ayudado a tranquilizarse. Solo con tomar su mano, ya se sentiría mil veces más seguro. Su voz... ella se habría maravillado con el paisaje y, emocionada, le habría hecho sentir que valía la pena abrir los ojos.

Sin ella, no había nadie dispuesto a ayudarle. Abrir los ojos le resultaba demasiado aterrador y ni hablar de mirar el paisaje, el paisaje que se alzaba miles de metros bajo sus pies.

Carlos, se había limitado a refunfuñarle con molestia las palabras: —Ya deja de temblar, niño llorón—.

Luego nadie más le había hablado. Cada quien iba en lo suyo, mirada fría al frente, rostro de odiar el mundo y a las personas que lo habitan.

Clara era la primera, ubicada en la parte más cercana a la cabeza del dragón. Tenía la mejor vista de todos, el final de las alas de la criatura y más allá de ellas las enormes montañas rojas, las construcciones de piedras volcánicas que llenaban el gran claro que los dragones habitaban. Observó el cielo, completamente despejado y las miles de criaturas de todo tamaño y color que planeaban en él. Muchos le veían, pero pasaban sin más junto a ella, como si fuese lo más normal del mundo.

En el cielo nadie peleaba. Era el único lugar sin jerarquías ni presiones, un sitio para todos.

Al principio la princesa de Ignis no había sabido qué hacer, ¿cómo indicar al dragón a dónde debía dirigirse? Resultó que no debió hacer nada. De alguna manera él lo supo, aguardó a que todos montaran en su lomo y remontó vuelo.

Clara se había maravillado con él, con su astucia, su poder y su belleza. Había amado la sensación del viento en el rostro y la ingravidez que parecían tener esas enormes criaturas en el cielo.

Se sintió importante por primera vez en su vida y al volverse a sus amigos lo hizo con una pequeña sonrisa. Esperaba una mínima felicitación, un «gracias por salvar nuestras vidas», o al menos, que alguien tuviera el detalle de regresarle la sonrisa.

Susan iba empapada de pies a cabeza y lucía furiosa como nunca, Mariano estaba en pleno ataque de pánico por culpa de su miedo a las alturas y Carlos... era inútil esperar algo bueno de él. De todas maneras, ellos siquiera eran sus amigos, no le importaba lo que pudieran pensar.

El problema fue que Cindie tampoco le regresó la sonrisa. Clara sabía que su amiga era orgullosa, pero hasta que intercambiaron miradas no entendió que tan mal le habían caído sus palabras antes de enfrentar al dragón.

Cindie enfadada no era como cualquiera. No hacía la ley del hielo y esquivaba tu mirada. Cindie te miraba, fijamente a los ojos y con la barbilla en alto. Cindie te hacía sentir pequeño, como si no valieras nada.

Fue algo que Clara no soportó, pues, en su cabeza, si ella valía algo era por tener a Cindie como amiga. No fue capaz de decir nada, sino que se volvió adelante, hacia la cabeza del dragón, y se agachó ligeramente para poder acariciar el cuello de la criatura, a pesar de que no estaba segura si ésta podía sentir algo a través de su escudo de escamas.

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