Capítulo 40: El dragón caído

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El dragón caído alzó la cabeza tan solo una vez.

Desplomado a varios metros del grupo de príncipes, desistió enseguida de la idea de intentar ponerse en pie. Sus ojos, azul brillante, reflejaron su dolor, suplicaban por ayuda, pero el mundo entero parecía pasar de él. Como siempre.

Desde su sitio, vio como Lucía era cogida en brazos por Carlos y Susan. El dragón sabía que no era el único que sufría, que lo menos importante era su dolor. Volvió a agachar la mirada, su hocico bufó fuego sobre las piedras rojas.

Entonces notó que la princesa de Ignis, con su inconfundible cabello rojo, apuntaba a él un dedo y decía algo a sus compañeros. Les vio hablar, pero no supo descifrar sus palabras.

Internamente y en su desgracia, él suplicó por que le dejaran allí, que no se atrevieran a acercarse.

Cuando los príncipes le dieron la espalda, dispuestos regresar a la costa donde les esperaba el submarino, él sintió una curiosa mezcla de alivio y decepción, tranquilidad y miedo.

Alzó la cabeza una vez más, un movimiento que costó y le acarreó gran dolor. Primero les vio marchar, se entristeció de ellos, de que los poderosos herederos estuvieran dispuestos a dejarle morir así. Luego entendió por qué lo habían hecho.

Los dragones, pese a sus constantes peleas y su sistema jerárquico, cuidaban mucho los unos de los otros, se protegían mutuamente. Entonces, varios de ellos ya se acercaban al caído, dispuestos a ayudarle. Sucedió que cuanto más se acercaban más entendían que algo iba realmente mal.

El dragón azul se vio rodeado e intentó incorporarse, pero cayó de nuevo. Sus compañeros le miraban con desagrado, bufaban y gruñían con fuego entre los dientes. El más grande de ellos se adelantó a los otros, una criatura de alas rojas que doblaba en tamaño al caído.

Sin piedad alguna por sus heridas y su ala rota, los dientes del dragón rojo sujetaron al azul por la escamosa piel del cuello y le alzaron de suelo. Él lo sabía, sabía que nada bueno podría salir de esa situación. Esos dragones le harían pedazos y él no tenía defensa alguna.

«Vaya manera estúpida de morir» Fue lo único que alcanzó a pensar, antes de que el dragón rojo le arrojara de regreso al suelo. El impacto y el dolor cerraron sus ojos. No estaba furioso, siquiera triste. Si debía morir... que así fuera.

Un nuevo golpe le hizo rodar por las piedras rojas y le envió a varios metros. El impacto dolió aún más, pero esta vez logró alzar la cabeza luego. Vio el mundo como un borrón que se movía a su alrededor y por un momento, imaginó los ojos de su madre, cuando pasaran los días y él no regresara a casa.

Si moría... Ella estaría sola.

Fue lo único le impulsó a entornar los ojos e intentar recuperar su conciencia sobre el mundo que le rodeaba. Los dragones le habían lanzado lejos, casi en la lindera del bosque. Ya se lanzaba hacia él de nuevo, dispuestos a matarle.

Su única salida era escapar, dejar de irrumpir en su territorio.

Intentó ponerse en pie y de inmediato sintió como su mundo volvía a borrarse. Sus patas temblaban por el esfuerzo que implicaba y su ala rota, arrastrada sobre el suelo, no reaccionaba para nada. Intentó aletear con el ala sana, pero apenas se movió unos centímetros antes de que una dragona negra le derribara con violencia.

Esta vez él se resistió. Buscó removerse, zafar de sus garras y aletear para escapar. Pero estaba débil y mareado por el dolor en su cuerpo. No entendía como siempre, fuera a donde fuera, aquellos que eran más fuertes que él, buscaban lastimarle.

Ella aterrizó sobre él. Le bufó fuego en el rostro. Esto no le produjo ningún daño, pues su piel escamosa era inmune a él, pero, entre las sombras de las llamas él sintió y la dragona alcanzó a ver, como su rostro se deformaba ligeramente.

Jamás un cambio había llegado a doler tanto. Pero él supo que era su única salvación. Incluso con su hueso roto y el riego que implicaba transformarse.

Cuando el fuego se hubo esfumado, el rostro que la dragona vio ya no era el de uno de los suyos sino el de una criatura que habitaba en Vitae y exhalaba un gas somnífero.

Ella calló inconsciente y él se apresuró a incorporarse y correr antes de dar a otros dragones tiempo a atacarle. Avanzó manteniendo la forma del dragón azul, aleteó cuanto pudo con su ala sana y se lanzó de un salto en un inestable vuelo que le llevó a aterrizar en la arena que rodeaba la isla. Una ola del océano le removió un poco, él agua se sintió fría, pero tenía una ventaja: estaba fuera del territorio de los dragones.

No moriría descuartizado y eso era un punto positivo, pero aún estaba solo y herido. Sus ojos se entrecerraron lentamente. De un tiempo a esta parte se había resignado. Pensaba que eso volvía menos doloroso al dolor.

Prolico regresó por él casi una hora después, se paró a su lado, con su elegante traje negro y, con un zapato brillante, movió el rostro del dragón para asegurarse de que seguía vivo.

—Carmín— el dragón escuchó la voz de Prolico entre una sombra de confusión, algo que le costó entender si era sueño o realidad— ¿Crees que puedas curarle?

—Ella no puede hacerlo— el dragón habló por primera vez, una voz clara pese a su dolor— Sabes que no puede. Y tampoco te lo pediré a ti, sé que pudiste ayudar, pudiste evitar que cayera.

—Volví por ti, niñito desagradecido.

—Gracias por eso. —reclamó, irónico— Gracias por todo, señor.

—¿No puedes cambiar de forma?

—No mientras el ala esté rota. Si recuperara mi forma ese hueso no cambiaría, me mataría desde dentro.

—Déjalo morir aquí —sugirió Carmín como si nada— Él no vale tu tiempo.

—Él es nuestra única salida. La única opción que tienes si planeas recuperar el control sobre tu poder. Eres veneno, Carmín, no me sirves así, no te sirves a ti misma.

—No necesito ayuda de nadie. Recuperaré el control por mi cuenta, puedo sola.

—¿Igual que hoy, no es así? La sagrada magia del Sol no nació para lastimar, tú la usas de forma egoísta y cruel, si no hacemos algo antes de que la pierdas todos nuestros planes se vendrán abajo.

Carmín frunció el ceño. Estaba molesta, pero no lo suficiente para no entender lo que estaba sucediendo.

—Puedo sola —repitió, a la vez que se acercaba con paso firme al dragón caído y se arrodillaba a su lado, para poder mirarle fijo a los ojos— Escucha, tu, niño. Lo que sucedió hoy no cambia nada, nos debes tu lealtad. Eres fiel a mí, a la futura reina del reino Sol. No olvides el trato. Sanaremos tu ala rota sólo para que estés listo para tu próxima tarea. Quiero a la humana, la energía pura de Victoria pude ser transformada en poder a mi disposición. Su vida a cambio de la de tu pueblo y, como falles, te juro el ala rota será la última de tus preocupaciones.

La amenaza cayó sobre él como un balde frío pese a su política de resignación ante el dolor. Antes de agachar la cabeza dirigió a Prolico una mirada suplicante, junto a Carmín, él era el rey de la paz. Pero jamás se arriesgaría a llevar la contra a su sobrina, por lo que se dirigió al dragón con rostro duro y asintió con la cabeza.

El dragón se volvió a la arena roja de la playa. Se sintió ahogar entre su propio dolor. Y entonces una ola del océano fue a parar sobre él. Se sintió ahogar de verdad, y descubrió que ahogarse en dolor era ligeramente peor.

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