Capítulo 60: Alas rotas

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Sus ojos estaban abiertos como platos. Pero ella no veía nada.

Sabía que había caído. No sabía a dónde. Un lugar oscuro, profundo y totalmente negro.

Conocía dos únicos detalles de aquello que la rodeaba, el piso sobre el cual calló resultaba terriblemente frío al tacto, liso, como una cerámica recién encerada, y el aire olía a una retorcida mezcla entre humedad, jazmín y sangre.

El golpe había sido duro, apenas había logrado amortiguarlo cogiendo una raíz del techo antes de que todo contacto con el exterior se cerrara. Aun así, ella no tardó en incorporarse. Pies firmes en el suelo, brazos preparados, alertas al máximo.

No sabía cómo, pero se encargaría de devolver el ataque, sin importar de donde viniese.

Llevaba los puños apretados con fuerza, buscaba que eso tranquilizara el apabullante sonido de su corazón.

Presa del pánico, dio media vuelta al escuchar algo a su espalda, una brisa, una presencia, leve, pero clara. Luego nada. Un nuevo silencio, tan profundo como la oscuridad.

—Sal —ordenó la princesa de Noctis— Da igual lo que seas, no te tengo miedo. ¡Deja de ocultarte!

Pero aquello que la acosaba no se mostró. Cindie aún lo sentía ahí, en forma de movimientos tan vagos como el vuelo de un vestido, una respiración contenida o el deslizar de la suela de un zapato.

Fueron minutos en ese estado: oscuridad y silencio.

La chica procuró convencerse a sí misma de que todo estaba en su cabeza, respiró profundo, y se atrevió a dar un paso adelante.

Avanzó despacio, a tientas. Llevaba las manos al frente, buscaba sentir el límite de la habitación, cueva, o lo que fuese. Necesitaba toparse con algo sólido, algo más allá del suelo, que le ayudara a saberse en la realidad.

El miedo persistía pues la oportunidad estaba. ¿Qué aseguraba que al siguiente paso sus dedos no palparían algo frío, irregular, la superficie de un rostro o una fina capa de cabello enredado? No podía dar por hecho que una mano no se apoyaría en su hombro, no cerniría sus dedos huesudos y largos sobre su piel...

Quizá por considerar tantas posibilidades, casi lanzó un grito al tocar una pared. Resultaba fría y suave, igual que el suelo. Ella se movió, sin alejar la mano de la superficie. Conocía el truco. Si aquello tenía una salida, estuviese donde estuviese, la encontraría si se mantenía junto a la pared.

Se había movido solo algunos metros, en línea recta, cuando sintió entre sus dedos algo gomoso y tibio que goteó al suelo cuando ella apartó la mano. Sabía lo que era incluso antes de sentir el aroma a hierro y óxido.

Sangre.

Las paredes escurrían sangre.

Entrecerró los ojos, visualizó la habitación cubierta en el oscuro líquido vital de algún ser. Imaginó el tono carmín, los sitios donde comenzaba a coagularse, tornados color negro...

Al abrir los ojos, la sangre ya no formaba parte de su imaginación. Allí estaba, bañaba hasta el último milímetro de una habitación totalmente blanca.

Sobresaltada, Cindie dio un paso atrás. Sus piernas temblaban de miedo, lo que le llevó a caer sentada sobre el suelo, también blanco.

La habitación era tan grande como la sala de espejos del palacio de Noctis y la sangre cubría hasta el último rincón de ella pero jamás tocaba el suelo, más aún, parecía...

Ella lo entendió de golpe, entendió porqué solo había sentido el líquido en un pequeño trozo de la pared. El resto no estaba ahí o, mejor dicho, estaba al otro lado de un cristal, escurría por fuera de la habitación.

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