Capítulo 50: Ironía

127 10 0
                                    

Para Nicko decir que había tenido un «buen día» consistía en que se haya cumplido una acotada lista de requisitos. Quizá pueda parecer extraño e incluso triste, pero, el hecho de que Prolico no apareciera en su pueblo con alguna misión peligrosa no era algo que determinara un buen día, sino algo extra, que incluso podía resultar positivo.

Lo principal al salir de su casa en las mañanas era mantener la cabeza baja, zigzaguear como un maestro entre las personas para mantenerse a la mayor distancia posible de cada una, esquivar y esconderse cuando pasaban ciertos individuos, fingir ser invisible y no destacar en nada. Con algo de suerte, si seguía de forma efectiva sus tácticas de huida, conseguía su objetivo de todos los días: Salir en una pieza y sin nuevos golpes de sus clases por la tarde.

Eso era un buen día. Simple, pero no por eso sencillo.

Todo tenía su horario asignado. Debía ser el primero en salir y correr de regreso a su casa. Cuando cualquier cosa escapaba de sus planes debía improvisar una manera de huir. En una ocasión, permaneció dos horas escondido en un armario porque un grupo le aguardaba en la puerta. Algo que recordaba con gran dolor, fue la vez en la que, perseguido, alcanzó la segunda planta de su instituto y, al no encontrar otra salida, se lanzó hacia abajo desde una ventana pensando que conseguiría cambiar a alguna forma que detuviera el golpe. Pero no lo consiguió.

Incluso con todos sus planes, a veces fallaba, cuando las personas realmente se decidían a hacerle daño acababan por conseguirlo. Él no podía huir siempre, solo intentaba no dar a nadie razones para odiarle.

El problema: él jamás había entendido qué era eso tan malo que tenía, qué hacía mal. Quizá nunca fue bueno haciendo amigos, pero los enemigos le sobraban y debía ser su culpa. ¿De quién sino? No tenía sentido que se burlaran y le molestaran solo por diversión.

Puntualmente. Ese había sido un buen día. Había fallado intencionalmente una prueba en la que todos tenían dificultades y había conseguido que nadie le mirara. Llegó a su casa en un trote rápido y, tan pronto cerró la puerta a su espalda y se volvió al interior, quedó paralizado por la imagen ante sus ojos.

En su sala, sentada a la mesa con una taza de algo humeante entre las manos, estaba Victoria. La chica llevaba el cabello suelto en una cascada dorada que le caía en la espalda. Un saco blanco, grueso y afelpado le mantenía tibia, le iba grande y llevaba pequeñas motas de nieve derritiéndose sobre sus hombros.

Resultaba un contraste extraño. Era la sala de siempre, la que veía cada día al llegar, con la pequeña mesa cuadrada que solo compartían él y su madre, el mueble de cristal repleto de objetos extraños y las paredes cubiertas de dibujos que él había hecho de niño. Ella lucía fuera de lugar. Era demasiado luminosa, con su blanco y su dorado, para hallarse allí, bajo una luz que apenas iluminaba y cuando afuera ni un rayo de sol se colaba entre las nubes.

-Hola... -murmuró Nicko, confundido- ¿Vick?

Ella se volvió a él con una sonrisa. El blanco resaltaba lo dorado de su piel y lo rosado de sus mejillas.

-Nicky -quien habló fue la madre del chico, la mujer apareció a través de la puerta de la cocina con un plato rebosante de galletas calientes- ¿Cómo te ha ido hoy? Traje una visita sorpresa, supuse que no te molestaría.

-Yo... -Nicko no sabía qué le afectaba más, que Victoria estuviera en su sala o que su madre haya tenido el descaro de llamarle «Nicky» delante de ella. Se notó a sí mismo rojo de vergüenza-. Hola...

-Hola -Victoria rió- Espero ser una buena sorpresa.

-Si -el chico se acercó despacio, dejó sus cosas sobre un sillón y ocupó un lugar en la mesa junto a ella- Claro que es una buena sorpresa. Pero un poco... sorprendente.

IncontrolableDonde viven las historias. Descúbrelo ahora